Cuentan que por la fiestas de la Villa, las que celebran en honor de la Cruz de Mayo, la gente acudía de muchos lugares para disfrutar de las actividades lúdicas que se organizaban al efecto.
Cierta noche, un señor de la localidad vecina de Orellana la Vieja, se colocó sus mejores galas y, ataviado con una majestuosa capa, para paliar el frío de la brisa que azotaba las mejillas, mientras se precipitaba en caida libre desde el pico de la sierra hasta el rio, tomó el camino de Orellanita, sólo y andando.
Cuentan, tambien, que rondaba las siete de la mañana, puesto que la salida del sol se adivinaba por la aparición, paulatina, de los colores de la naturaleza, cuando unos jovenzuelos que regresaban a casa, tras una larga noche de bailes y jolgorios, se encontraron al señor acicalado, parado en mitad de un sendero por el que habitualmente transitaban las bestias, gritando y pidiendo auxilio. -Socorro -decía- por favor, suélteme que tengo mujer e hijos -sollozaba. Y siguen contando, que cuando los jóvenes se acercaron para socorrerle y soltarle de entre las fauces de un lobo feroz o disuadir a sus captores para que le libraran de sus ataduras, la sorpresa provocó tantas carcajadas en ellos, que aún resuenan en esos parajes.
El hombre acicalado había pasado toda la noche, muerto de miedo, con la capa enganchada en unas zarzas; pero su miedo fue disimulado cuando al darse cuenta de lo sucedido, exclamó: -Si llegas a ser un hombre te enteras...