jueves, 11 de marzo de 2010

EL TÍO VITO Y LOS MASTINES III

-...Iba, yo -comenzó-, camino de Guadalupe, cargado de sal para la venta, cuando la noche me sorprendió y tuve que detenerme para descansar, casualmente, en esta misma posada.
Cuando fui a sentarme a la orilla de la chimenea, vi que allí había un hombre que me llamó la atención... –las manos del que tejía se movían con más lentitud, el Tío Vito permanecía atento al movimiento de los labios del contador de anécdotas, tal vez, disponiendo lo necesario ante el riesgo de que fallara la relación entre la emisión de la voz y la correcta percepción del sonido, pues no quería perderse ni un detalle y el posadero atizaba la lumbre-,... no sé si era grande o pequeño, rico o pobre, si estaba sano o enfermo, tan solo sé que su silueta encogida sobre una silla pequeña, con las piernas abrazadas, me intrigó. Y, a medida que me acercaba a él, pude observar como su barbilla, apoyada en las rodillas, mostraba su cara iluminada por el parpadeante reflejo de las llamas –y dicho esto el silencio se hizo durante unos segundos, sabía muy bien, el afamado contador, como darle énfasis a sus palabras-.

-... Era una cara triste –continuaba Dagoberto-, de mirada perdida, una cara descuidada, sin afeitar quiero decir, que disimulaba su natural palidez, acrecentada por las circunstancias...
- ¡Vamos!, ¡que tenía maz’hambre cun mica! –dijo alguien con la boca llena-.
- ... Cuando me senté a su lado –siguió su relato- y saque la talega del zurrón dispuesto a hacer algo por la vida, ya que la vida hace poco por nosotros –apuntó-, respondió a mi saludo con voz ronca, dejando escapar sonidos procedentes del estómago.
En este punto del relato, Dagoberto Ribero ya había conseguido paralizar la confección de serones, hipnotizar al Tío Vito, que el posadero asintiera, de reojos, mientras se llevaba a la boca los trozos de carne asada que, sobre el pan, cortaba con la navaja y que tú, lector de este relato, por no sé que tipo de procedimiento sensorial, te vallas haciendo un hueco alrededor de esa chimenea.
- ...El hombre respondió a mi invitación –seguía contando Dagoberto-, y ambos disfrutamos de una suculenta cena consistente en unos torreznos, fritos la noche anterior, queso de ovejas de La Serena y unos gajos de uva de unas viñas que había visto por el camino. Y comimos tanto que, prácticamente, las palabras que se cruzaron en el saludo fueron las únicas.
- ¿Y quién era ese extraño hombre? –quiso saber el Tío Vito-.
- Cuando me levanté, al despertar el día –contestó Dagoberto-, ya se había marchado.
- Tal vez fue un sueño –dijo el de Campanario mientras recogía los avíos-.
- Tal vez... –confirmó el Tío Vito mientras abría la fiambrera-.
Y una bocanada de aire balanceó la llama, llenando la estancia de humo y de suspense.


- Varios días después –continuaba Dagoberto con su historia-, yo estaba en el mercado de Guadalupe vendiendo..., ya sabéis, sal. Observé como un alguacil se acercaba a mí -los tres oyentes, compañeros en la chimenea, cruzaron las miradas con un gesto de complicidad-, recuerdo que salté, desde dos metros de distancia, con la intención de sentarme en uno de los sacos de mi puesto; pero con tan poca agilidad que me enganché los cordones de la bota, caí sobre el saco dejando al descubierto su contenido, que no era sal, sino tabaco picado, de estraperlo –decía Dagoberto con resignación-, mientras los alguaciles se apresuraban a detenerme.
- ¡Valla, valla! –exclamó el posadero-.
- Me llevaron al Ayuntamiento con la intención de ponerme ante la autoridad competente -seguía contando- y me dejaron en una sala donde la decoración no tenía ningún estilo concreto, sino que se mezclaba fruto del acopio mobiliario que, con el paso del tiempo, se iba acumulando. Durante treinta minutos estuve esperando, solo en la habitación, imaginándome cuál sería el castigo que me impondrían –la historia cada vez resultaba más incierta-.
- ¡Haer!, esto sí que es una película –dijo uno-.
- ¡Ni la mejor de Jorge Negrete! – comentó otro, cerrando la fiambrera-.
- Allí, la saturación mobiliaria era proporcional a la saturación funcional –contaba Dagoberto-, en sus paredes había cuatro puertas de acceso, o paso, a sendas estancias. Una de ellas se abrió justo en frente de mí e hizo acto de presencia un señor que, al verme, se acercó para abrazarme. Era el hombre extraño.
Alrededor de la chimenea, que ya no alumbraba como al principio, se intuía que el final de la historia estaba próximo.
- Le conté lo que me había llevado hasta el Ayuntamiento y por lo que estaba esperando –continuó-; pero al poco rato los dos reíamos sin parar. El hombre extraño, agradecido por mi actitud hacia él, días antes, me perdonó. El hombre extraño era el Alcalde de Guadalupe.
Un murmullo de satisfacción surgió de los labios de los que escuchaban. Y no sé porqué tipo de procedimiento sensorial.

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