En las tertulias evocadoras y entretenidas que, aunque involuntarias, siempre presentan un cierto grado de imposición o exigencia moral entre las personas que conviven durante tanto tiempo juntas que ya no tienen de que hablar, surgen, a veces, la narración de acontecimientos pasados que nos envuelven, nos hipnotizan de tal manera que nos retrotraen a ellos; y no sé porqué tipo de procedimiento sensorial, pero por un momento estamos allí.
...El camino, que más allá de un tramo serpenteante cual meandros fluviales, se presumía largo y recto. A pesar de la incertidumbre que propiciaba la natural limitación visual que difuminaba las formas, mezclándolas con las sombras, apagando los colores sobre un fondo oscuro, se estiraba, realzado por el reflejo de la luna, abriéndose paso entre chaparros y encinas. Caía la noche, lenta y silenciosamente, en el campo extremeño. Con la misma sencillez los pájaros se habían callado, tan solo se escuchaba la cadencia de los cascos de las bestias golpeando, a su paso, sobre el terreno firme, tupido por las pisadas y rodadas que se sucedían día a día.
La coordinación entre el braceo de las mulas y el cabeceo del jinete, acompasado por esa repetición regular de sonidos compuesto por la percusión de los cascos y el chasqueo incitante del Tío Vito, como si de un montaje coreográfico se tratase, tan solo se interrumpió cuando, este, alzó su cara para sentir la suave brisa que traía de la sierra el olor de la jara y del romero.
Cuando la serena soledad le invitó a cerrar los ojos para percibir, con más claridad, esta sensación de paz y de sosiego que por un momento anheló eterna, los ladridos, toscos y ásperos, de dos enormes mastines que le increpaban a escasos metros, le sobresaltaron. Sus ojos se tornaron luna llena, su boca emitió un rugido, ¿o fue un lamento?, clavó los tacones de sus botas en la pechera de su mulo, que ya trotaba asustado, y agarró con fuerza la cuerda con la que sujetaba al de carga, mientras vociferaba:
- ¡Arre mulo!, ¡arre!
Los mastines, cansinos pero enérgicos, le escoltaron hasta los linderos de la finca de su amo. Y volvieron lenta y parsimoniosamente, con la cabeza gacha, sin saber a donde, cuando las bestias se perdieron en la oscuridad.
El Tío Vito pensó que eran demasiadas emociones en una noche y decidió detenerse en una de esas posadas que había a lo largo del camino y que aún se mantenía en pié, donde los transeúntes, de uno y otro bando, descasaban al anochecer, celebrando casuales reuniones alrededor de la chimenea...
...El camino, que más allá de un tramo serpenteante cual meandros fluviales, se presumía largo y recto. A pesar de la incertidumbre que propiciaba la natural limitación visual que difuminaba las formas, mezclándolas con las sombras, apagando los colores sobre un fondo oscuro, se estiraba, realzado por el reflejo de la luna, abriéndose paso entre chaparros y encinas. Caía la noche, lenta y silenciosamente, en el campo extremeño. Con la misma sencillez los pájaros se habían callado, tan solo se escuchaba la cadencia de los cascos de las bestias golpeando, a su paso, sobre el terreno firme, tupido por las pisadas y rodadas que se sucedían día a día.
La coordinación entre el braceo de las mulas y el cabeceo del jinete, acompasado por esa repetición regular de sonidos compuesto por la percusión de los cascos y el chasqueo incitante del Tío Vito, como si de un montaje coreográfico se tratase, tan solo se interrumpió cuando, este, alzó su cara para sentir la suave brisa que traía de la sierra el olor de la jara y del romero.
Cuando la serena soledad le invitó a cerrar los ojos para percibir, con más claridad, esta sensación de paz y de sosiego que por un momento anheló eterna, los ladridos, toscos y ásperos, de dos enormes mastines que le increpaban a escasos metros, le sobresaltaron. Sus ojos se tornaron luna llena, su boca emitió un rugido, ¿o fue un lamento?, clavó los tacones de sus botas en la pechera de su mulo, que ya trotaba asustado, y agarró con fuerza la cuerda con la que sujetaba al de carga, mientras vociferaba:
- ¡Arre mulo!, ¡arre!
Los mastines, cansinos pero enérgicos, le escoltaron hasta los linderos de la finca de su amo. Y volvieron lenta y parsimoniosamente, con la cabeza gacha, sin saber a donde, cuando las bestias se perdieron en la oscuridad.
El Tío Vito pensó que eran demasiadas emociones en una noche y decidió detenerse en una de esas posadas que había a lo largo del camino y que aún se mantenía en pié, donde los transeúntes, de uno y otro bando, descasaban al anochecer, celebrando casuales reuniones alrededor de la chimenea...